Era un día lluvioso, el 18 de octubre, apenas un mes y medio después de haber celebrado su cumpleaños 14. Regresó de la escuela empapado junto a su hermana, bajo la intensa lluvia que los obligó a correr, sin paraguas que los resguardara. Entraron en casa con saludos agitados, él pidió algunas galletitas y se quejó de un dolor de cabeza. Se recostó en su cama mientras la mamá continuaba cocinando.
La lluvia persistía afuera. Pasado un tiempo, se escuchó un golpe en la ventana, y la mamá corrió a ver qué pasaba. Lo encontró luchando por vomitar, tropezando en su prisa por llegar afuera, llevándose sillas y mesa por delante en su camino. En un principio, todos pensaron que era una especie de broma. Reían ante su comportamiento errático, lo acusaron de haberse emborrachado en su sueño. Aunque hablaba con dificultad, era un bromista nato, le gustaba hacer chistes. Había tenido problemas en el habla en sus primeros años, pero después de los 6 años, comenzó a hablar con un poco más de fluidez.
Eran aproximadamente la una de la tarde y no había comido nada, solo vomitaba y dormía. La situación dejó de ser divertida. El día continuaba lluvioso. A las 3 de la tarde, el abuelo llegó a casa y la mamá corrió hacia él, pidiéndole que lo llevara al hospital. A pesar de que este estaba a solo una cuadra y media de distancia, él no podía caminar sin tambalearse, y su habla era incomprensible. La desesperación se apoderó de la familia.
Una vez en el hospital, tomaron los signos vitales. Mientras esperaban, el olor característico a desinfectante y productos médicos llenó sus narices, evocando recuerdos a la madre de la última vez que lo vio en tan mal estado, cuando tenía solo 4 meses y tuvo que ser sometido a una cirugía de emergencia en el Hospital Garrahan. ¿Podría ser algo similar? No tenía fiebre, lloraba de dolor y solo vomitaba espuma. Un enfermero sugirió que tal vez había fumado porro, pero ella sabía que esa no era la causa, un porro no te deja así. La doctora de turno se negaba a ingresarlo, a derivarlo o a realizar cualquier estudio, y quería medicarlo sin una evaluación adecuada solo porque, según ella, "él no decía qué le dolía".
La mamá llamó a su maestra, quien confirmó que él había estado bien en la escuela y que el profesor de educación física no había informado ningún accidente. La insistencia del abuelo y la mamá logró que lo ingresaran a la sala de emergencias, donde le administraron suero y medicamentos. A pesar de la expresión burlona de la doctora, no podían permitir que se fuera a casa, ya que en un momento dejó de respirar y su pecho no se movía. No había experimentado nada así antes.
El padre abandonó su trabajo corriendo, incapaz de creer lo que estaba sucediendo. La mamá aprovechó la oportunidad para volver a casa en busca de ropa para la noche. Habló rápidamente con la hermana menor, quien tenía 12 años, para averiguar cómo habían salido de la escuela. Ella contó que salieron, él se sacó el buzo y se lo puso en la cabeza porque llovía y corrieron hasta la casa. Entonces, ¿qué estaba pasando? Horas angustiosas transcurrieron mientras la mamá se sentaba junto a la camilla; el olor a hospital, el suelo frío, la visión de su hijo durmiendo en una camilla, todos estos detalles evocaban recuerdos que preferiría olvidar.
Él, finalmente comenzó a abrir los ojos y a hablar, aunque lo hacía lentamente, ya era más comprensible. Quería regresar a casa, y la mamá también lo deseaba. Se sentía mejor, y la noche caía sobre ellos. Pero todavía no tenían respuestas. ¿Qué había causado esto? No había sido un golpe, y su malestar estomacal no podía explicar su estado.
Cuando finalmente pudo hablar con más claridad, explicó que los dolores de cabeza habían comenzado en la clase de educación física, pero los había tolerado. Su visión se volvía borrosa. Entonces, ¿era el resultado del bullying o podía tratarse de un problema cerebrovascular?
El 19 de octubre, con el amanecer, estaban de vuelta en el hospital para una consulta. Nuevamente, compartieron su historia, esta vez con otra doctora. Ella sugirió que alguien podría haberle dado algo, quizás como una broma pesada. Afirmó que si volvía a ocurrir, se realizarían estudios y tomografías, pero que era más probable que alguien le hubiera jugado una mala pasada. Y así quedó. No se realizaron análisis, pruebas ni estudios. La mamá regresó a casa y revisó los medicamentos. Su alma volvió a su lugar. Todas las cajas de clonazepam, fluoxetina y mirtazapina estaban en su sitio, sujetadas con gomitas elásticas, sin faltantes. No había tocado nada de eso.
Tomó medidas para informar a la escuela y asegurarse de que estuvieran al tanto de la situación, pero no se redactaron actas y la directora sugirió que tal vez había ocurrido a la salida de clases. No se llevaron a cabo charlas con los estudiantes ni con los padres.
Esta es la hipótesis: alguien, como parte de una broma pesada, le dio algo sin que lo supiera. No recuerda haber comido o bebido nada. No se presentaron denuncias ni exposiciones ya que no había pruebas, gracias al hospital que no realizó los estudios pertinentes.
No me vengas con pelotudeces, está en la escuela PRIMARIA, es cadete de Bomberos Voluntarios, es el nene que salía a vender cordones y cintos para ganarse la plata de su viaje de egresados, es el que hace bromas tontas, que piensa que todos son sus amigos aunque sean crueles.
La madre reflexionaba sobre el dolor que el bullying causa a las familias, un dolor que no se limita a lo psicológico, sino que se extiende a la incomprensión y a la desesperación. Ver a su hijo luchar por su salud, sin una explicación clara, era un tormento insoportable. El bullying no es solo un juego inofensivo; puede tener consecuencias devastadoras que abarcan mucho más allá de las risas y los chistes pesados.
Finalmente, llegaron a la conclusión de que algo siniestro había ocurrido. Las bromas pesadas no son graciosas ni inocentes. Mi hijo fue drogado, no tengo pruebas, pero tampoco tengo dudas.